Friday, January 9, 2009

The Lady is a Tramp


A las tres de la tarde de un miércoles, cuatro mujeres permanecen sentadas en la terraza del “Cipriani”, en el SoHo de Nueva York, bebiendo el cuarto Bellini del día y observando sin interés la ensalada de mozzarella y tomates y el carpaccio de ostiones que constituye su “lunch”, un ritual diario de cuatro horas que no es más que una excusa para matar el tiempo que queda entre las sesiones de bronceado y peluquería de la mañana y el “shopping” de la tarde. Las cuatro llevan el pelo largo y las faldas cortas, y hablan en un idioma indescifrable, que salta del español al italiano y del inglés al francés sin usar siquiera un punto o una coma. Están cubiertas de aros y colgajos “bohemian chic”, anillos y relojes de Bulgari y Harry Winston y a sus pies descansan dos carteras Hermès, una Fendi y un bolso de paja comprado en un reciente viaje a Grecia. No hay un hombre que pase por su lado que no les dirija una mirada, y ellas, alegres y burbujeantes como el champagne, responden el halago con sonrisas y susurros. La mesa recibe más audiencias que el propio alcalde de la ciudad, y la larga lista de actores, modelos, atletas y magnates que llega a presentar sus respetos es inevitablemente recibida con abrazos, dos besos –uno en cada mejilla– y una lluvia de cariñosos sobrenombres: “Honey”, “Baby”, “Sweetheart”, “Darling”, “Sugar” y “Sweetie”. Entre ellos, siempre hay alguno que se ofrece a pagar la cuenta. Y la oferta es siempre aceptada, porque, como dice la célebre canción de Frank Sinatra, estas “ladies” son unas “tramps”.

Las “tramps” son aquellas mujeres que pasan sus diciembres en Gstaad o Aspen, sus eneros en Saint Tropez, sus febreros en St. Barts, sus mayos en el Festival de Cannes, sus julios y agostos en Capri o East Hampton, y el resto del año en Nueva York, Milán, Londres, París o donde sea que esté instalado el yate de un buen amigo, el penthouse de un “ex novio” o el jet privado de un potencial amante. Viajan siempre en primera –un “upgrade” conseguido a través de algún “amigo” en la línea aérea de turno–, cargando media docena de maletas Louis Vuitton, un chihuahua en la cartera y un pequeño “necesaire”. Su “Blackberry” no deja de sonar anunciando invitaciones al cumpleaños de Rod Stewart en Los Angeles, la inauguración de la tienda Asprey en Nueva York o una cena “íntima” para 70 personas en el “Danieli” durante la Bienal de Venecia. Sus conversaciones son cortas y directas: “¡Flavio, come va, caro! ¿Regresaste de Kenya?”, “Richard, darling, ¿todavía en Londres?… ¿El martes? ¿The Ivy? ¿Siete y media? Ahí te veo…”, y terminan siempre con un “Ciao”. En restaurantes o clubes, las “tramps” nunca esperan en la puerta o pagan la cuenta. Cuando aparece el mozo con el infame papelito, ellas se disculpan sonriendo y, con un guiño de ojos, desaparecen rumbo al baño hasta que el peligro haya pasado.

Las “tramps” son absolutamente democráticas en su red social, y conocen no sólo a millonarios, estrellas de Hollywood o cabezas coronadas –el príncipe Alberto es una de sus presas favoritas–, sino también al ejército de porteros, choferes, secretarias, asistentes y empleados que los rodean. Así, sus llamados son siempre aceptados e incluso cuando el dueño de casa no está, alguien les abre la puerta para que usen la piscina o la cancha de tenis. Con los sirvientes son amables y hasta dulces, pero basta que uno las mire con desconfianza, para que se conviertan en fieras defendiendo el estatus que tanto les costó obtener.

Hablando de trabajo, estas mujeres parecen compartir un profundo interés por el modelaje y la actuación. Según dicen, están siempre a punto de obtener “un rol pequeño, nada importante” en alguna película de Oliver Stone o James Cameron, pero la promesa nunca se cumple. Si asisten a audiciones, están son en clubes, restaurantes o en el “casting couch”, como llaman en Hollywood al celebre sillón donde los productores sostienen sus “rendez-vous” con sus starlets. En el modelaje, sus carreras no van más allá de una portada en revistas para hombres como “FHM” o “Maxim”, donde llegaron porque son amigas del editor y porque les pareció “divertido”. Hay, por supuesto, excepciones. Joan Collins es una “tramp” legendaria que en los últimos 50 años ha ganado fama y fortuna interpretándose a sí misma en la pantalla, y mujeres como Denise van Outen, Luciana Morad, Natalia Sokolova, Natalie Martinez o Lisa Snowdon –que saltó a la fama después de atrapar a George Clooney entre las sábanas–, sueñan con convertirse en la próxima Gwyneth Paltrow o Jennifer Aniston. Si esas ambiciones no se cumplen, piensan que siempre está la posibilidad de engendrar al hijo de Mick Jagger, P. Diddy Combs o Colin Farrell, como ha sucedido en el pasado. Es el perfecto “Plan B”.

Candace Bushnell, la autora de “Sex & The City”, conoce bien a las “tramps” de Nueva York. En su libro “4 Blonds” escribió sobre una de ellas, una modelo de “lingerie” que cada verano elige a su novio, dependiendo del tamaño de su casa en los Hamptons. Al final de la temporada, ha visitado más casas que un corredor de propiedades. Esto no es raro en mujeres que no tienen –ni necesitan– un hogar. La casa propia les parece un “ancla” y, en cambio, mantienen pequeñas bodegas en París o Manhattan donde guardan sus impresionantes vestidos de Galliano o Stella McCartney y el abrigo de visón que les quedó de recuerdo de una “relación” con algún magnate de Texas.

as “tramps”, a diferencia de otras más abajo en la escala del prestigio femenino, jamás cobran por su compañía. No señor, lo que ellas hacen es recibir “regalos”, pequeñas muestras de cariño que pueden ir desde un brazalete de zafiros de Harry Winston a un mes de residencia en el Hotel Costes de París. El sexo, como todo lo demás, les parece motivo de “diversión”, no de trabajo, y ésta es una sabia actitud porque, cuando una “tramp” se enamora, lo hace del hombre equivocado. Es decir, un bohemio sexy y arruinado en el mejor de los casos; un mafioso o “drug dealer”, en el peor. Su corazón las traiciona y, por lo mismo, tratan de mantener el cuerpo cálido y la mente fría en todo momento.
Las “tramps” existen en todas partes, aunque con ciertas variaciones. En Latinoamérica son rubias, adictas al colágeno y la silicona, les gusta aparecer en televisión y muestran una alarmante preferencia por la lycra y los “tops” semitransparentes. Sin las posibilidades económicas de sus contrapartes americanas o europeas, las “tramps” del hemisferio sur comienzan sus carreras en la adolescencia, en concursos de belleza organizados por alguna revista o bronceador, o agitando sus talentos en algún programa de trasnoche en la televisión. Su elección de pareja parece reducirse a tres tipos de hombres: el empresario casado, el hijo del empresario casado o el deportista. En Colombia, Argentina o Chile, aparecen en bikini negando algún romance, explicando que están “en conversaciones con un canal” o repiten insistentemente su ambición de “crear una familia”.

Las “tramps” latinoamericanas aman a la prensa, y en el “speed dial” de sus Nokia y Motorola tienen los números de los columnistas y reporteros que tan útiles les resultan en sus carreras. Esta es, probablemente, la más honesta de sus relaciones, un “mano a mano” que, tan fructífero como peligroso, termina a veces en un “ojo por ojo”.

Aparecer en bikini en las portadas de revistas para hombres es una posibilidad que las “tramps” nunca desechan. Y el sitio favorito para encontrar un regalo adecuado es alguna joyería de Harry Winston.

Mientras las europeas viven felices su soltería, las sudamericanas sueñan con un gran matrimonio. Sólo pensar en el anillo, el vestido de novia de Silvia Tcherassi o Rubén Campos, la iglesia cubierta de flores y la luna de miel en Tahiti o las Maldivas, las hace llorar de emoción. Y si el matrimonio no ocurre, la novia se las arregla para convertir la tragedia en un éxito y llega a los “talk shows” de la televisión a explicar las razones de su fracaso.

El matrimonio, aparte de otorgar estabilidad emocional y financiera a cualquier “tramp” latinoamericana, les da un aire de orgullo y misión cumplida envidiables, el absoluto convencimiento de que todo el trabajo, las humillaciones y los comentarios de que fueron víctimas, valieron la pena. Esta es una carrera contra el tiempo, porque una “tramp” pasados los 30 ve sus posibilidades de éxito considerablemente disminuidas. A partir de entonces sólo quedan dos alternativas, la “opinología” –el arte de descuerar a otros famosos frente a las cámaras– o la política. De las dos, la política es siempre la más fácil, porque dedicarse a los jardines de una comuna o a la elaboración de leyes contra el abuso de menores en el Congreso nunca ha provocado anticuerpos en la prensa y el público. En la opinología, en cambio, la “tramp” se ve obligada a nadar en un pequeño estanque lleno de tiburones, a vista y paciencia de miles de telespectadores, atacando en cuanto se le presenta la oportunidad y huyendo cada vez que algún secreto de su pasado –y secretos hay millones– amenaza con salir a la superficie.

Cosas, 2007

0 Comments:

Post a Comment

Subscribe to Post Comments [Atom]

<< Home