Friday, January 9, 2009

Isabel Allende


Cruzando el Golden Gate desde la ciudad, la bahía de San Francisco pierde todos sus dramáticos acantilados y se convierte en una playa de suaves colinas conocida como Sausalito. Con sus eucaliptos, sus casas colgando de los cerros y su aire relajado y casual, el lugar tiene cierto parecido a Zapallar o Concón, pero si a eso agregamos una larga costanera llena de restaurantes, librerías y boutiques, un aire de perfume new age y propiedades con algunos de los precios más altos de la costa del Pacífico Norte, no quedan dudas de que estamos en California.

Aquí, en Sausalito, es donde vive y trabaja Isabel Allende en una casa estilo mediterráneo que comparte con su marido, el abogado –y ahora también escritor– William Gordon, ubicada a sólo dos pasos de la de su hijo Nicolás y sus nietos. Al lado de la piscina está la oficina donde se encierra a escribir entre ocho y 10 horas diariamente, y ahí tiene un teléfono que sólo recibe llamados de su marido, su hijo, su asistente y su agente en España. Nadie más. “Y nadie me llama para fregar”, explica Isabel, “si ese teléfono suena, sé que es importante”.
El teléfono sonó el 8 de enero del año pasado y la escritora se encontró con la voz de Carmen Balcells, su poderosa representante, al otro lado de la línea pidiéndole que le leyera la primera frase de su nuevo libro.

Isabel, como ya sabe todo el mundo, comienza siempre una nueva obra los días 8 de enero.

¡Son las ocho de la mañana!”, le contestó ella, “no he escrito nada todavía”.

¿Y qué vas a escribir?”, le preguntó Carmen.

Isabel le dijo que tenía toda la investigación hecha para una novela histórica ambientada en el Caribe en los años 1700.

“No, no, no…”, le dijo la agente. “Lo que tienes que hacer ahora son unas nuevas memorias”.

Así, casi por encargo, Isabel se puso ese día a escribir “La Suma de los Días”, el libro que lanzará en España y Latinoamérica en septiembre y que cubre los 13 años que han pasado desde que terminó “Paula”, esa larga y dolida carta a su hija muerta en 1992, a los 29 años, que muchos consideran su mejor obra.

Es imposible entender en su totalidad el impacto que esa tragedia tuvo en la vida de la escritora, pero basta decir que no puede leer “Paula” en español sin ponerse a llorar. Es una herida abierta.

Eso no le ha impedido, no obstante, continuar adelante con su matrimonio, su familia –un extenso y diverso clan que ella protege con tal ferocidad que la llaman “El Padrino”– y, obviamente, con su carrera.

Su éxito es apabullante bajo cualquier punto de vista. Ha vendido cerca de 50 millones de libros; sus obras han sido traducidas a tantos idiomas que, en ocasiones, ni siquiera es capaz de reconocer su propio nombre en la portada; sus presentaciones personales son sólo comparables a las de una estrella del cine y, en el último vuelco de sus triunfos, Peter Jackson –el director de “El Señor de los Anillos– dirigirá la versión cinematográfica de su trilogía “La Ciudad de las Bestias”.

A los 65 años, Isabel es una mujer rica y famosa, abrazando a Antonio Banderas u Oprah Winfrey en algún programa de televisión, desfilando junto a Sofía Loren y Susan Sarandon en las últimas Olimpíadas de Invierno o, como sucedió en su reciente cumpleaños, recibiendo desde obras de arte a pulseras de oro de parte de admiradores desconocidos.

Pero tampoco le han faltado problemas en los últimos 13 años, como descubrirá cualquiera que recorra las páginas de “la Suma de los Días”. Divorcios, adicciones, cárcel, bancarrota y relaciones complicadas forman parte de la ecuación, pero Isabel ha aprendido a aceptar estos dramas como parte de la vida. Sería ridículo pensar que los busca, pero no es difícil sospechar que a estas alturas los espera con más curiosidad que temor.

–Al terminar el libro, ¿qué sensación te quedó de esta última década de tu vida?
–No lo pensé en esos términos. Para escribirlo me referí a las cartas que le escribo diariamente a mi madre, porque si hubiera tenido que acordarme de todo lo que ha pasado en estos 13 años, no tendría idea. Tengo mala memoria y la vida pasa muy rápida, se van confundiendo los tiempos, no sabes si algo pasó antes o después… Pero en esas cartas todo está muy fresco.

Se las mandas por e-mail…
–Sí, ahora sí. Y ella me las devuelve todas a fin de año. Mi mamá tiene 87 años y dice que no quiere morirse y que las cartas caigan en manos moras. Por eso las imprime, me las manda empaquetaditas y yo las guardo en un clóset que ya está repleto.

¿Qué buscabas en las cartas?
–Bueno, ahí hay mucha tontería que no sirve para nada, pero también los momentos importantes de esa pequeña tribu con la que vivo. La casa de la fundación, donde funcionamos todos, es una casona victoriana del 1800. Arriba trabaja mi marido, al lado está mi nuera a cargo de la fundación, abajo estamos yo y mi asistente, Juliette, y más abajo trabaja el contador chino. Todos son personajes del libro porque, aunque no estemos relacionados por sangre, lo estamos por convivencia. Vivimos y trabajamos juntos, nos peleamos, nos cuidamos, nos queremos… Aparte de ellos está mi familia: mi hijo, mis nietos, mi ex nuera, que se divorció de mi hijo pero que, para mí, sigue siendo parte de la familia. Todos entramos y salimos constantemente de esta gran tienda beduina que compartimos.

Y donde ha pasado de todo...
–De todo. Divorcios, muertes, relaciones curiosas. Mi ex nuera, por ejemplo, se enamoró de la novia de mi hijastro, y ahora las dos mujeres viven juntas desde hace 10 años y son una estupenda pareja. ¡Y mi hijo y mi hijastro quedaron colgados de la brocha! La única observación que le hice a mi mamá cuando terminé el libro, es que no podía ser más distinto a “La Casa de los Espíritus”?

¿Aunque los dos hablen de familia?
–“La Casa de los Espíritus” habla de una familia conservadora, católica, patriarcal, típica del Chile antiguo. Esta, en cambio, es una familia moderna de California, armada a pedazos, con gente de distintas lenguas, nacionalidades y razas. No tenemos nada de conservadores.

¿Y es una familia matriarcal?
–Así es, y yo soy la matriarca. Aquí me dicen “El Padrino” porque no sólo los defiendo, sino que los quiero a todos en un recinto cerrado y con guardaespaldas para que no se me escapen. Pero, como cuento en el libro, la matriarca ha llegado a un momento en su vida en que se da cuenta de que ya no los puede proteger. Cada uno tiene su vida y sus riesgos.

¿Eso te duele?
–Soltar las riendas es duro, porque los quiero tanto y quisiera que estén siempre bien… Pero si no pude proteger a la Paula de la muerte, ¿cómo voy a proteger a éstos de la vida?

¿Ves diferencia entre la mujer que escribió “Paula” y la de este nuevo libro?
–La muerte de mi hija me cambió en formas que en ese momento no noté, porque estaba completamente absorta tratando de salvarla primero, y luego en su agonía, y finalmente en el dolor de su muerte. Ahí hay un cambio enorme, que creo se nota en “La Suma de los Días”.

¿Por qué volviste a tu propia vida, después de años escribiendo ficción?
–No fue mi idea, sino la de mi agente. Yo le expliqué que a mi familia no le gusta verse expuesta. “A ninguna familia le gusta”, me dijo ella, “tú escribe unas doscientas páginas y yo me encargo del resto”. Pero no fue tan fácil. Me demoré más de un año y medio entre ires y venires.

¿Por qué?
–Les mostré y discutí el primer manuscrito con todos los que aparecen en el libro. Tuve que traducirlo, porque la mitad no habla español. Luego cada uno vino a darme su “feed back”, y sus versiones no siempre coincidían con las mías. Fue un tira y afloja tratando de balancear su verdad sin traicionar lo que yo consideraba que era la mía. Tampoco era mi intención dejar bien a todo el mundo.

¿Cuál fue la observación más común?
–Que yo no aparecía en el libro, que simplemente hablaba sobre todos los demás. Pero eso no es totalmente cierto, porque yo soy la narradora. Es mi mundo. Por supuesto al final no quedamos todos completamente de acuerdo, pero, como dice mi hijo, al menos estamos de acuerdo en que queremos seguir juntos en el futuro. Eso ya es bastante.

¿Cuál fue el capítulo más difícil?
–La historia de mi hijastro, Harleigh, el hijo menor de Willie que yo crié cuando empezamos nuestra relación. Harleigh es un chico que estuvo metido con drogas desde los 13 a los 28 años. Aunque ahora supuestamente no está consumiéndolas, no le gustó verse retratado como un drogadicto. Con él tuve una discusión mucho más larga que con el resto y finalmente le dije que lo mejor sería sacarlo del libro, porque nunca llegaríamos a un acuerdo. Tampoco quería traicionarlo, porque habría sido fácil cambiar el nombre; pero todos habrían adivinado que se trataba de él.

Hablando de gente tan cercana a ti, ¿te frenaste cuando ibas escribiendo?
–No, porque no doy opiniones. Cuento lo que pasó y dejo que el lector juzgue. Lo que interesa no es mi opinión, sino la historia. En lo que sí tuve que frenarme fue en el humor, porque cuando te empiezas a burlar de la gente puedes causar mucho daño.

Tú has dicho que en tu cabeza el límite de lo imaginario y lo real es difuso. ¿Cómo juega eso en un libro como éste?
–Gracias a Dios, tenía esas cartas, que me dan una idea fresca y una cronología de lo que sucedió. Pero aun así es mi versión, y yo nunca he pretendido, en ninguno de mis libros, ceñirme a la verdad. Soy incapaz. Si estuviera haciéndote esta entrevista, pondría en tu boca lo que yo quiero decir. Por eso como periodista soy un espanto.

–¿A que atribuyes esa relación casi apasionada que tus lectores tienen contigo?
–Yo creo que la gente se da cuenta de que no tengo secretos, que todo lo que digo y escribo es mi verdad y que no me importa nada exponerme. Yo nunca me guardo las espaldas…

¿Nunca sientes pudor?
–Nunca, porque no he hecho nada en mi vida que otros no hayan hecho. Siempre me da risa cuando pienso en el escándalo que la familia de José Donoso armó por un capítulo en sus memorias. Si mi familia me dijera algo así, yo pongo el capítulo doble y con mayúsculas. No tengo esa pacatería chilena, nunca la tuve y lo poco que podría haber tenido lo perdí en Venezuela. Ahí me terminé de ventilar. Por eso puedo contar cualquier cosa, porque no me parece que nada que nos haya pasado a mí o a mi familia sea especialmente vergonzoso.

¿Crees que la gente te conoce bien a través de tus libros?
–Eso no lo sé. No sé cómo me ven mis lectores, pero si sé que son muy cariñosos. Ahora, yo parto de la base que hay mucha gente que me detesta y encuentra que mis libros son un espanto, pero esas personas no se dan la molestia de contactarse conmigo. Aparte de algún crítico, de repente, nunca tengo malas reacciones.

¿Lees las críticas?
–Muy poco. No le hago caso a las malas, pero tampoco le hago caso a las buenas. La única que leo es la de “The New York times”, porque es la primera que buscan cuando alguien quiere estudiar mi trabajo.

Tú que perteneces a la generación feminista, ¿piensas que las mujeres de 2007 están donde las habrías imaginado?
–No, yo pensé que iban a estar mucho más adelante y que el movimiento estaría mucho más extendido. Nunca pensé que en 2007 iba a haber mujeres debajo de una burka; niñas que se venden a la prostitución, el trabajo forzado o el matrimonio prematuro. No creí que iba a haber mujeres obligadas a tener los hijos que no quieren o no pueden mantener, que habría mujeres golpeadas y asesinadas con total impunidad, o que las mayores víctimas de la guerra serían las mujeres y los niños. Eso no me lo imaginé nunca.

¿Vamos en retroceso?
–No, ha habido un avance. Hay momentos difíciles, como los que están viviendo las mujeres de Afganistán. Pero, aun así, creo que los avances que hemos conseguido en las últimas décadas son irrevocables. Yo soy mucho más libre que mi mamá, que es 22 años mayor que yo, y mis nietas son mucho más libres que yo. Lo que lamento es que las mujeres que más recursos y educación tienen –las estadounidenses y europeas– no parecen interesadas en el problema.

¿A qué lo atribuyes?
–Comodidad. No tuvieron que luchar por lo que tienen; lo heredaron de sus madres y abuelas, y no se dan cuenta lo precioso que es. Igual como uno no se da cuenta lo preciosa que es la democracia, la salud o el amor hasta que los pierde.

– ¿Cómo te sientes al envejecer?
–Me carga envejecer. No hay nada agradable en que tu cuerpo se vaya cayendo a pedazos. Pero hace poco estuve en Santa Fe, en el museo de Georgia O’Keefe, y vi a esta mujer que vivió hasta los 99, pintando, trabajando, andando en moto con un novio 50 años menor que ella. Es una excepción, pero es muy inspiradora. Si tengo suerte, la vejez no será más que otra etapa de la vida. Y de morirme no tengo ningún miedo.

¿Cómo está tu relación con Dios o como quieras llamarlo?
–No soy una persona religiosa ni pertenezco a ninguna religión organizada, por supuesto. Pero tengo una práctica espiritual, un grupo con el que escarbamos el alma tratando de sacarla de esa armadura que te da la vida, dejando que emerja como era en la infancia, con alegría e inocencia.

Cosas, 2006

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