Jean- Michel Basquiat en el Brooklyn Museum
En febrero de 1985, “The New York Times Magazine” publicó una fotografía de Jean-Michel Basquiat bajo el título “Nuevo Arte, Nuevo Dinero: El Marketing de un Artista Americano”. Para Basquiat, un pintor negro de Brooklyn, hijo de un inmigrante haitiano y una puertorriqueña, fue como haber tocado el cielo con las manos. Para entonces ya se había convertido en una celebridad en el mundo del arte de Nueva York, un icono comparable a Julian Schnabel, Francesco Clemente, Keith Haring o su buen amigo y colaborador Andy Warhol. Sus obras eran expuestas en las galerías más importantes de la ciudad, incluyendo Larry Gagosian y Anina Nosei, y ya había brillado en las bienales de Venecia y el Museo Whitney. En los clubes y restaurantes del “downtown” de Manhattan era recibido como una estrella del rock, su rostro era infaltable en los periódicos y revistas, y su excepcional estilo de holgados trajes oscuros, gastadas T-shirts y peinado “rasta” era imitado hasta el cansancio. Pero la suya fue siempre una fama trágica, y tres años después de ese artículo, en 1988, Basquiat murió agobiado por los efectos de su propio éxito con una sobredosis de heroína. Tenía 27 años.
El Museo de Arte de Brooklyn acaba de inaugurar una enorme retrospectiva de su obra que será expuesta hasta el 5 de junio próximo, la segunda después de la exitosa muestra organizada por el Museo Whitney en 1992.
Ahí está el enorme arco de su prolífica y corta carrera que comenzó, oficialmente al menos, cuando abandonó la casa de sus padres a los 17 años y cruzó el East River hasta los oscuros callejones que por esos días eran las calles del SoHo, en Manhattan. Basquiat siempre supo que quería ser artista –famoso, por cierto– y aunque en un principio dedicó sus esfuerzos a la poesía, rápidamente se dio cuenta de que podía expresarse mejor con sus dibujos inspirados en “Gray’s Anatomy”, el conocido libro de anatomía que su madre le regaló a los 7 años, cuando quedó herido después de un accidente automovilístico. Sus bocetos del cuerpo humano –casi siempre masculinos y afroamericanos–, se convirtieron en la base de todo su trabajo. Junto a su buen amigo, el poeta y artista graffiti Al Díaz, los estampó donde encontró un espacio; en trozos de cartón, pedazos de madera, cascos de pelotas de fútbol, aceras y en los muros de viejos edificios en el Lower East Side, siempre con la misma firma “Samo”, una mezcla de las palabras “Same Old Shit”.
La urgencia de su trabajo fue premonitoria, y durante una década hizo todo lo que pudo con los materiales que encontró a mano; saltó de la abstracción a la representación, de la precisión a la incoherencia, del caos al orden, y mezcló sus pinturas con fotocopias de sus propios dibujos, volvió a pintarlos, los adornó como sofisticados collages y, en el camino, creó un lenguaje que a pesar de sus múltiples referencias fue absolutamente propio y original. Sus grandes ídolos –jazzistas como Charlie Parker o atletas de color–, se mezclaron en sus pinturas con madonnas renacentistas, faraones egipcios, monarcas europeos, poemas callejeros, máscaras africanas y cifras estadísticas, en un caldo que no reconoció tiempos ni lugares. Mil años de historia condensados en un trazo, con toda su pompa y esplendor, pero también con las inevitables cruces del colonialismo, la esclavitud y la discriminación que el pintor conoció tan bien. Su inseguridad en estas aguas es legendaria. En “Basquiat”, la película biográfica que Julian Schnabel hizo sobre él, Jean-Michel aparece en una escena junto a su novia en un exclusivo restaurante de Nueva York luciendo su tradicional atuendo bohemian-chic, el pelo alto y enmarañado como las raíces de un árbol centenario, el único afroamericano en el lugar y el centro de todas las miradas. En la mesa continua, un grupo de tipos de Wall Street observa a la pareja con curiosidad y risas, pero Basquiat, lejos de enfrentar a estos burlones adversarios, paga la cuenta de su costosa comida. Según quienes lo conocieron, estas actitudes eran frecuentes en este hombre que estaba bien consciente de las ironías de su fama y su fortuna.
La muerte de Andy Warhol, en 1987, fue la antesala de su propia partida. Los dos artistas, tan distintos vistos desde fuera, se convirtieron en improbables gemelos desde su primer encuentro. Según algunos, Warhol –tan obsesionado con la celebridad ajena como la propia– usó a Basquiat para confirmar su estatus como artista de vanguardia, bohemio y anárquico en un momento en que su propio arte lo había convertido en un símbolo del establishment. Pero quienes estuvieron cerca de la pareja, coinciden en que entre el padre del pop y el rebelde Basquiat había similitudes imposibles de ignorar y, la más importante de todas, es que ambos eran estrellas en un mundo del que se sentían absolutamente ajenos. Warhol fue un mentor para Basquiat, su mejor amigo y su colaborador, y su ridícula desaparición después de complicaciones en una cirugía menor, lo dejó en la peor de las soledades. La soledad en medio del éxito y la multitud. Para entonces, Basquiat había prometido abandonar las drogas y se había recluido en su casa de Hawaii –uno de los privilegios de su nueva e impresionante fortuna–, pero en junio de 1988, algo aburrido en la paradisíaca isla del Pacífico, regresó a Nueva York. Murió dos meses más tarde.
Hablando de esta nueva retrospectiva, más de un crítico ha dicho que es posible observar las obras y, siguiendo trazo por trazo, palabra por palabra, signo por signo, adivinar el intrincado puzzle que fue la mente de Basquiat. Es posible, pero aún después de tanto estudio, el pintor seguirá siendo, quizás, el más misterioso y fascinante de su generación.
Ocean Drive Espanol, 2005
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